No lo dudó ni un instante y cuando llegó el momento oportuno, se situó al frente de toda la gente que le seguía. Impasible, no miró atrás: la cabeza erguida y mirada al frente como quien sabe que tiene una cita con el destino. No era la primera vez que se veía obligado por las circunstancias a liderar una turba informe, tan heterogénea en sus deseos y motivaciones y cuyo recorrido no sería ni mucho menos común una vez salvado el escollo que les atenazaba. Así que cogió aire, se infló el pecho de determinación y avanzó hasta el otro lado de la acera, sin esperar que los coches del último carril se pararan y todos los demás le siguieron. El semáforo de San Jacinto era propenso a averiarse, pero por suerte el barrio tenía su propio justiciero, capaz de parar el tráfico para que las gentes de a pie encontraran su camino.
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